Por: Cheché Dorta.-
Cuándo uno escucha hablar hoy de gamberradas insulsas que
las hay, siempre digo que yo era más gamberro que mis hijos y – seguro – que
mis nietos. Y a los hechos me remito, porque hay que contar cuestiones que hoy
parecen inocuos pero que no lo fueron; por ejemplo: hacer explotar (con efecto
retardado) un cohete, un volador, bajo el tálamo nupcial (…) de los dueños de
la pensión donde sobrevivíamos los pocos que estudiábamos – es un decir – en La
Laguna, hoy patrimonio de no sé qué humanidad doliente. Y decir que los que le
echaban agua al potaje de la cena (las dueñas de las pensiones que no pasarían
la ITV sanitaria) no eran trigo limpio;
de hecho, tenían un pariente lisiado que sin ayuda de ningún tipo pelaba las
papas en el sótano, sí, agarrando el tubérculo con su miembro inferior (…)
cotidianamente. Para que los estudiantes nos alimentáramos – también es un
decir – con la invariable tortilla para la cena que, después que vino el
servicio militar obligatorio, continuaba con el mismo menú. Estuve unos cuántos
años sin probar ese plato; relajado (hoy significa otra cosa muy distinta) de
lo mismo.
A lo que vamos: La Laguna, en la década de los sesenta y de
los setenta, era un pueblo grande lleno
de curas como en la actualidad, de falsos intelectuales y con un clima que no pegaba
con el vergel, con vino malo y una industria que explotaba – igual que hoy – a
su mejor activo: la universidad a la que, paradójicamente, los de Aguere les
daba la espalda; de hecho, el porcentaje de nativos que estudiaban era menor
que los foráneos. Hoy cabe esa misma contradicción. De hecho el líder de la
izquierda real de la ciudad de los adelantados (…), hoy, es casi analfabeto, perdón. En este momento
dado en que recuerdo, además, que no existían las grandes superficies
comerciales dónde usted puede comprar un carro lleno de papel higiénico en
oferta y se ahorra lo menos un euro y en la que los del interior y los que
venían en barco con una noche completa de mareo – un milagro – de otras islas, asistíamos
a la comprobación cotidiana del abuso a que sometía con alegre profesionalidad
la dueña (…) de la pensión: cinco minutos de ducha, candado en la nevera, una
hora en la salita con televisión en blanco y negro, potaje recalentado y el
frío…., mucho frío. Cuatro muchachotes durmiendo en un cuarto de tres por tres,
hasta el punto que era habitual, creo, que yo amanecía viendo la carita
impoluta de uno de Arafo que dormía placidamente y que sólo faltaba lo negro de
una uña para besarlo y darles los buenos días. O sea: uno abría los ojos y se
encontraba con la cara del camarada, durmiendo como un tronco y por la placidez
de su rostro estaba soñando con alguna pretendienta que lo esperaba,
virginalmente, hasta que terminara la carrera, tal vez fuera amor sin que ni el
uno ni el otro lo supiera.. Ay. Creo que se licenció en matemáticas; cabeza
tenía, a ver si me comprende. Y alguno que otro hasta en económicas, que, como
todo el mundo sabe, avisaron a tiempo de lo que habría que venir. Lógico.
¿Usted ha visto algo peor que una vieja ruin…? sí, dos. Pura actualidad, frau Merkel se va acercando y que pa mi
intuye la menopausia inclemente.
Pues en ese ambiente entero – nada de medio que es una
vulgaridad – nos entreteníamos en cosas tan tranquilizantes como, de noche y
cuándo la ciudad dormía después del rezo del Rosario, en explosionar un volador
desrabonado para que se arrepintieran
sus almas pecadoras y el vecindario supiera lo que sabía, porque lo sabía, como
hoy, que la gente mala abusaba de la gente buena. El estampido daba miedo. Y
les cuento la técnica que era y es simple: se compra media docena de voladores
(cerca del Cristo había un pirotécnico artesanal), se elige uno al azar y se le
quita la caña; se coge un cigarro negro que dura más que el rubianco y se le
practica un pequeño agujero do cabe la mecha del explosivo; se fortalece con
cinta adhesiva (celo) y el que va a inmolarse – todo puede suceder – se arma de
valor, repta silenciosamente hasta la cama donde el matrimonio ronca y no se
mira a la cara (son muchos años ya), se introduce en la alcoba previa
incineración del cóctel casi Molotov y el kamikaze lo deposita en el suelo. El
tabaco sigue su curso natural hasta que llega a la pólvora y se produce la
deflagración. El rebencazo era más brutal que los fuegos del Cristo o los de
Alcalá, a proponer, cuándo pega a descontrolarse la bóveda celeste. Y, después,
se escuchaban gritos de pavor y ¡ay dios, qué fue esto…! ¡Llama a la policía y
dile a Verónica – la ninfómana criada – que me haga una taza de agua de tila,
ay! A veces, la policía llegaba y levantaba el atestado y a la vieja la
llevaban a la Casa de Socorro, de dónde salía entera, con la lógica decepción
del esposo que mascullaba para sí, diciendo que “ésta dura más que un martillo
enterrado en paja”
Y los que estábamos expectantes sonreíamos con satisfacción,
comprobando una vez más, que la guerrilla había funcionado y que la señora,
dura como un risco, sobrevivía.
Y, al día siguiente, íbamos a la facultad, a la clase de
filosofía, de política o de gimnasia, como si nada. Y los viernes, ojo, a rezar
al Cristo, puerta con puerta como siempre, con un cuartel militar.
No sé si pega ahora este relato, pero nunca viene mal, me
parece. No todo va a ser la prima de riesgo o el fútbol.
Lo dicho: yo era más gamberro que mis hijos, juro o prometo,
y tuve suerte porque la vieja ruin que tenía su pensión (otras pensiones que no
eran pensiones) en La Laguna pudo
morirse, pero no. Pasó a mejor vida en una cama sin ruido ni furia, después –
naturalmente – de enterrar a su marido que,
en el fondo el pobre, no era malo.
Foto: web
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